FRAGMENTOS
DEL CAPITULO I:
Mirando sin mirar el incipiente amanecer en la tediosa
monotonía del paisaje, Pablo González jamás pudo haber imaginado que en aquella
solitaria ruta iba a ocurrir el desagraciado suceso que le cambiaría para
siempre su existencia. Y todo pasó justo cuando creía que atravesaba el mejor
momento de su matrimonio. De haber tenido siquiera una mínima sospecha o un
aventurado presagio, quizá se hubiera dejado convencer por Patricia, su mujer,
y finalmente hubiese destinado el dinero del viaje para reemplazar la vieja
heladera.
Por cierto, Pablo González jamás pudo haberlo imaginado.
Mientras calculaba los kilómetros que faltaban para llegar a
Buenos Aires, Pablo miró a su acompañante en busca de conversación. Pero
Patricia se había dormido probablemente mucho antes, después de reanudar viaje
tras una parada en una estación de servicio para repostar combustible y cargar
el termo con agua caliente.
El automóvil avanzaba sin pausa. La línea blanca de la ruta se
desdibujaba donde se desvanecía el haz luminoso de los faros, cuyos
resplandores iluminaban, de vez en cuando y como único atractivo, carteles de
advertencia a los conductores. Los aguaciles pegaban contra el parabrisas con
el mismo vértigo que los montes bajos de chañar iban quedando atrás. Hacia el
este, en el vasto horizonte, el cielo rosáceo marcaba el final de una noche
calurosa, poblada de estrellas y de insectos en el sosiego del aire.
Las luces de un vehículo, uno de los pocos que había cruzado
durante la noche, se veían a lo lejos. Pablo estaba casi adormecido y sus manos
tomaban con escasa firmeza el volante. Sin embargo, el acelerador estaba pisado
casi a fondo. Había que llegar lo antes posible, organizar la semana de clases,
descansar algunas horas y reiniciar la rutina.
Decidido a hacer algo que le sacudiera la modorra, Pablo encendió
la luz de lectura, se estiró, y con su mano derecha abrió la guantera en busca
de un disco para escuchar. Se entretuvo varios segundos buscando su preferido. Cuando
su atención regresó a la ruta fue demasiado tarde. Las luces del vehículo lo
enceguecieron de lleno: ¿Un ómnibus o un camión? Una horrible certeza lo sacudió
cuando advirtió que esa mole gigante, indescifrable, se le venía literalmente encima.
Unos pocos segundos a ciegas marcaron el lapso fatal.
DEL CAPITULO II:
—Papá... hay algo que quiero preguntarte.
—¿Qué?
—Es sobre mamá.
—Te escucho.
—¿Mamá estuvo de acuerdo en hacer el último viaje a
Bariloche?
Esa pregunta fue como una daga que literalmente lo atravesó
en dos. Pablo se quedó absorto y de pronto se le hizo un nudo en el estómago. La
culpa y el arrepentimiento reaparecían. Por un momento sólo se escuchó el
rugido del motor y el murmullo del viento a través de las ventanillas.
—¿Y? ¡Contestame! ¿Mamá quiso hacer ese viaje? —insistió Joel.
—Hijo, era nuestro aniversario de casados. Aproveché ese fin
de semana largo para salir con ella. Quise hacerla feliz. ¿Por qué me hacés esa
pregunta ahora?
—Por nada, cosas que mamá me contaba —contestó Joel con la
mirada fija en la carretera.
—¿Cómo es que mamá te contaba? ¿Qué te dijo mamá, Joel?
—Mamá no quería hacer ese viaje porque prefería guardar el
dinero para comprar una heladera nueva. Decía que no valía la pena ir tan lejos
y gastar tanta plata por pocos días. Pero vos insististe tanto que… al final
tuvo que ir.
—¿Mamá te dijo eso? ¿Cuándo te lo dijo? —Palbo lo miró
estupefacto.
—Un día. No importa cuándo. También me dijo que le hubiese
gustado conocer otros lugares, como el mar, pero que vos nunca la llevaste.
Pablo tragó saliva y suspiró como acongojado.
—Mamá siempre me contaba cosas —continuó Joel—. Y me las
sigue contando, eh.
—¿Pero qué es lo que te sigue contando?
—Son cosas nuestras, papá.
—¿Cosas de quién?
—Secretos míos y de mamá.
DEL CAPITULO III:
Cuando Joel despertó, todavía tenía puestos los auriculares del walkman. Se había dormido con música, costumbre que siempre repetía desde su estadía en la cabaña. Tenía sed. Encendió el velador, miró la hora en su reloj despertador: casi las dos de la madrugada. La lluvia todavía repiqueteaba sobre el techo. Se levantó tambaleando, pensando en dirigirse a la heladera en busca de una gaseosa. Atravesó casi somnoliento el pasillo hasta llegar al comedor. A punto abrir la heladera, se detuvo: algo había oído en el living. ¿Voces, tal vez? Podría ser, aunque esos tonos eran muy extraños y, separados por la puerta, le llegaban indefinidos. «¿Todavía están charlando?», pensó.
Enseguida se dio cuenta de que aquellos ecos apagados, no eran precisamente voces. Se acercó al living. Abrió la puerta corrediza apenas, tratando de mantener absoluto silencio. Notó la ausencia de luz y como si de pronto concibiera una sospecha, frunció las cejas y contrajo su rostro, extrañado. ¿No había sido demasiado imprudente? Sabía que debía golpear antes de abrir: «Bueno, el living no es un lugar privado para nadie», afirmó. Desde luego: el baño era privado, el dormitorio lo era… No, definitivamente, el living no era un lugar privado. Sin embargo, le daba lo mismo. Estaba decidido a profanar el lugar más prohibido. Una extraña percepción se instaló en él, y su indomable curiosidad prevaleció. No tardó en darse cuenta de que esos sonidos desparejos, eran gemidos. Giró la vista y, llegando al extremo de la habitación, los vio desnudos en la luz intermitente. Distinguió apenas una figura que sobresalía y se movía en un ritmo sostenido. Andrea estaba encima de Pablo. Y él, tendido sobre la alfombra, de cara al techo. Los movimientos eran irregulares, pero fascinantes para Joel. Separó la puerta del marco un poco más para no perderse ningún detalle. Sus ojos, rebosantes de curiosidad, brillaban de forma desmesurada: «No puedo creer lo que estoy viendo… no lo puedo creer». Aquello lo atraía y, al mismo tiempo, le causaba un profundo rechazo. Se sintió impregnado en una furia que lo carcomía por dentro. Por un instante se le cruzó por la cabeza irrumpir ante ellos, detener el acto y golpearlos con lo que tuviese a mano, hasta destrozarlos, hasta… pensó en su madre y se contuvo. Siguió contemplando la escena estupefacto, inmóvil, con toda esa mezcla de emociones encontradas, desconocidas. Su mente navegaba entre dos polos opuestos. Y en una oposición indefinida, se inyectaron como veneno en su sangre dos emociones ciegas que corren paralelas y que como ironías caprichosas de la psiquis en ocasiones se entrecruzan acechantes: el placer y el odio.
DEL CAPITULO V:
Cuando Andrea y Joel se alejaban del aeropuerto en un taxi,
la órbita del sol del mediodía entibiaba el aire y aguzaba las sombras.
Viajaban en silencio, sumidos en sus disímiles mundos. Andrea, embargada por
una sensación de vacío, parecía haber perdido algo con la partida de Pablo.
A Joel, en cambio, lo dominaba una placentera y difusa sensación
de libertad. Sería la primera vez que pasaría el tiempo con alguien ajeno a la
familia. Jamás había estado solo con gente extraña y ahora estaría al cuidado
de mujer casi desconocida, que había ingresado a sus vidas casi de casualidad. Y
no era que la situación le desagradara. En todo caso lo hacía sentir muy raro y
no estaba muy seguro sobre el comportamiento que debía adoptar.
—¿Estás triste porque se fue tu viejo? —le preguntó Andrea.
—¿La verdad? No sé —contestó el joven impasible.
—Vamos a intentar pasarla bien, ¿sabés? —dijo Andrea y le
acomodó el pelo arremolinado en la frente, en un gesto para romper el hielo.
Joel no emitió palabra alguna, sólo pestañeó una vez y
asintió complacido.
—¿Qué te parece si pasamos por la ciudad y nos comemos unas buenas
hamburguesas completas? —le ofreció Andrea.
—¿Hamburguesas? ¡Sí! —el semblante de Joel se iluminó de
pronto —. Es lo que más me gusta. ¿Cómo sabías?
—No lo sabía. Me lo imaginé.
Una vez en la ciudad, almorzaron en un McDonals, tomaron helado e iniciaron un pequeño paseo. El Centro Cívico. El Museo Patagónico.
Un vistazo al lago Nahuel Huapí. Caminaron
durante horas y conversaron animadamente.
Joel estaba feliz. Andrea era una compañera perfecta. Lo
llevaba justo a los lugares que a él le gustaban y le hablaba sobre cosas interesantes.
Andrea no era como los otros “grandes”, que sólo daban órdenes y decían lo que
había que hacer. Simplemente, ella era… incomparable. Esas pocas horas con
Andrea habían sido más curativas que las largas y tediosas sesiones con el
doctor Taborda.
Antes de tomar el taxi hacia la cabaña, compraron una pelota,
tres cajas de chocolates, y revelaron todos los rollos de fotos pendientes.
Para Joel, fue el principio de una existencia impensada.